Creemos que es pertinente enfatizar esta última época cuando ciertas variantes del anarquismo y de la izquierda radical optan por la acción violenta contra la sociedad y su patrimonio como vía política, pues ese será el camino que la izquierda colectivista y el anarquismo operativo cultivará en gran medida, y por el que obtendrá su triste fama, pero que será avalado desde el silencio tácito de la izquierda colectivista especulativa, cuando no instigado por ellos mismos tras un velo de sombras. Aquí nos interesa analizar la medida en que la iconoclasia, la destrucción y el caos sirven a su ideario o a sus motivaciones revolucionarias de su proyecto político.
La iconoclasia y la destrucción del patrimonio material de una nación, en todo su espectro es un ataque a los símbolos que ostenta una cultura. Nos interesa analizar este controvertido tema de las relaciones que pudiese haber entre símbolos, iconoclasia y anarquismo y colectivismo radical, así como indagar en las motivaciones de estos últimos desde tres miradas. Estas tres perspectivas son desde la óptica conservadora, desde la progresista y desde la artística. Creemos que es relevante esta perspectiva multifocal dado que la iconoclasia constituye un acto de enorme eficacia comunicativa y de gran daño psíquico y moral a la población, además de todo el daño pecuniario, material y físico asociado. La eficacia destructiva ya estaba planteada en el corazón del anarquismo, formulada por el teórico revolucionario Mijaíl Bakunin, “sin destrucción no hay creación”.
Este anarquismo y colectivismo operativo no necesita ser mayoría, ni aspira a ser representativo ni tener sueños compartidos ni conquistar adhesiones de la masa. Solo necesita visibilizar sus demandas o al menos sus ideas. Para ello, pese a su nombre de anarquistas y revolucionarios, deben estar muy bien entrenados, muy convencidos y radicalizados. Una estructura de corte paramilitar, obediente a una especie de “Estado Mayor” –el mencionado anarquismo especulativo-, que instruya a sus soldados –anarquismo operativo-, obedientes y fundamentalistas, temerarios y que gocen de cierta autonomía, del anonimato o agrupados en pequeñas células debidamente jerarquizadas. En su ideario todo está subordinado a la causa revolucionaria, siendo indolentes y refractarios al dolor ajeno, y de hecho celebrándolo si afecta a cualquiera de los grupos que ostentan el poder en dicha sociedad. Por lo general los soldados son jóvenes estigmatizados o autoexcluidos que sienten que el mundo, por las razones que sean, no les ha dado justicia ni lo que ellos creen merecer. Al no tener mucho que perder, son capaces de elevar la apuesta, y llevan al límite su barbarie destructora, pues para ellos la sociedad que se ha construido les resulta ofensiva, abusiva y denigratoria. Pero como estos grupos funcionan en la marginalidad y en las sombras, esperan el momento preciso para actuar, esperando las instrucciones de su “Estado Mayor”. Sus acciones deben ir precedidas de que haya suficiente pasto seco acumulado para que se prenda la chispa que incendie la pradera. Es decir, debe generarse una atmósfera psíquica cargada de descontento social, pasos en falso de los que ostentan la autoridad, discursos incendiarios de parte de sus adversarios políticos y desazón y confusión pública. El agotamiento presentado por todas las instituciones a nivel nacional y global, revela –y reveló- la fragilidad en que se sustenta la democracia y la crisis consecuente del liberalismo económico. Un agotamiento crónico que estos grupos anarquistas aprovechan de precipitar para que alcance el colapso. Pero el fenómeno iconoclasta no es nada nuevo.
El patrimonio sería el espejo de la memoria, el reflejo de las aspiraciones del pasado donde se fue sedimentando y amalgamando el conjunto de valores, tradiciones y el acervo de ideas que modelaron la patria. Esto visto de una mirada conservadora.
Visto desde una perspectiva progresista, el derribo de monumentos o su vandalización obliga a revisar más críticamente a la sociedad, a quiénes ésta ha honrado a través de sus monumentos en el espacio público. Esto permitiría contar la historia desde el punto de vista de sus víctimas, de los vencidos, de los invisibilizados. Argumentan que esta sería una batalla por la memoria, una reivindicación en contra del colonialismo, de la xenofobia, de la imposición de modelos culturales ajenos a los pueblos conquistados, es decir, en contra de la hegemonía cultural impuesta por los que resultaron ser los vencedores. Así la acción violenta sobre los monumentos en el espacio público permitiría opacar, silenciar o subvertir su significado e imponer otro radicalmente opuesto.
En casi toda acción iconoclasta nihilista se dejan entrever tres elementos clave que utilizan tanto el Anarquismo Operativo como la Izquierda Colectivista Radical, que están sintetizados en la perversa trilogía triple A: Asesoramiento-Adanismo-Ascetismo. Por un lado, el Asesoramiento se deja ver en el reconocimiento tácito de una élite especulativa que dirige los movimientos de sus soldados hacia objetivos focalizados, que nada tiene de comportamientos aleatorios y ni de gestos espontáneos, sino que obedecen a objetivos previamente trazados. En segundo lugar revela otra de las características típicas del Anarquismo y que también comparte con el Populismo: el Adanismo, es decir la asentada convicción de que la Historia comienza con ellos, dado que la comprensión del pasado es que ésta ha sido una serie ininterrumpida de fracasos, desencuentros, errores y traiciones. La historia de la patria debe ser un movimiento popular –o populista-, que debe llegar al poder para reivindicar a los pobres, a los desplazados, a los marginados, tras siglos de gobiernos vendidos a la oligarquía, a la burguesía local o bien a los imperialismos extranjeros. En tercer lugar el Ascetismo: en una visión purista de la realidad, ellos se erigen como la reserva moral del pueblo, que actuando supuestamente bajo su nombre, estos monjes revolucionarios se autoproclaman los verdugos del nuevo orden –fundado en el caos-, exigiendo de sus enaltecidos antepasados un comportamiento moral limpio de toda mancha que pudiera ensuciar su reputación, unos santos seculares sin ninguna mácula y que no contravenga ningún postulado que ellos reivindican, juzgando con sus actuales normas éticas el actuar del pasado, presos de un presentismo feroz. Es decir, ellos encarnan en la tierra la impoluta belleza del paraíso, los únicos elegidos que tiene acceso a la verdad. La ignorancia es siempre audaz e insolente.
El progresista defiende que la historia es un flujo y las ciudades son organismos vivos que mutan de acuerdo a sus necesidades y dinámicas, valores y deseos de sus habitantes, y estas transformaciones son siempre el resultado de conflictos políticos y culturales. De allí desprenden que derribar monumentos que conmemoran hechos del pasado o encarnan valores añejos actualiza y da sentido a las luchas del presente, sean cuales sean estas. Eso sí, marchando a la par con nuevas exigencias de tolerancia. Este progresismo secularista se alimenta de la inmanencia y del cambio, pretendiendo dar a sus luchas del momento una validez elevada a norma de universal observancia, porque ellos lo estiman así, jerarquizando el instante por sobre el largo sedimento de los complejos procesos históricos. Se erigen en jueces y dioses, y dictaminan que es lo que debe permanecer y que no, escondidos bajo la impostura que representan al “pueblo”, cuando justamente “pueblo” es el que está en posesión de su cultura, a diferencia de masa, que es una muchedumbre informe que solo tiene deseos, apetitos y angustias, manipulable y servil, justamente por no conocer, amar y cultivar su cultura y su memoria. La manipulación del lenguaje se les hace perfectamente funcional para transmitir su ideario, la mentira como recurso político permite que de forma perversa, el lenguaje genere realidad
Otro rasgo progresista es el revisionismo histórico, absolutamente tendencioso, que intenta reivindicar la visión de los vencidos, pero donde la iconoclastia sería su argumento más perverso, expresando un deseo inconsciente de negar el pasado. Pero es justamente creando y no destruyendo como se honra a las víctimas de la injusticia; museos de la memoria, memoriales y monumentos conmemorativos recuerdan a todos ellos. Sino pregúntenle a los alemanes, que sí saben de esto. El proceso de expiación es necesario, pero es un trabajo que debemos hacer unidos, donde no cabe la exclusión ni la expulsión de lo distinto. Justamente las lecciones de la historia deben apuntar a encontrarnos, reconciliarnos y no en acrecentar la grieta. Pero el Anarquismo e ideologías de la izquierda radical desean sacar las costras y hacer sangrar las heridas, ya que se alimenta del conflicto, de poner a los hermanos uno contra los otros, todo ello a fin de aplicar su propio programa revolucionario, que nunca se impondrá, pero si dejará tras de sí una estela de destrucción y barbarie. Cortar un árbol toma unos minutos, pero que este crezca y alcance la madurez es una labor de siglos. La destrucción también es creación argumentarán. Reescribir completamente el pasado es su suprema aspiración, dado que según su óptica el patrimonio arquitectónico, religioso y artístico, está cargado de un legado de opresión de los poderes fácticos sobre los desvalidos hombres.
Entiéndase bien, no negamos que algunos monumentos puedan herir sensibilidades. La estatua de Salvador Allende en la Plaza de la Constitución puede herir a muchas personas, pero no se desprende de allí que deba ser destruida. El ejercicio libertario consiste en permitir que convivan las diferentes miradas, que comulguen todas las voces de los que hicieron grande a nuestra patria. Así los monumentos conmemorativos urbanos, las iglesias y el patrimonio material en general, se constituirán en símbolos no solo del mensaje específico que proyectan, sino símbolos de que un país se puede reconciliar y donde pueden coexistir las diversas miradas, donde toleramos al que piensa distinto y donde se eleven como signo de que podemos convenir en nuestro derecho a no estar de acuerdo. Y si una estatua de Pinochet no se ha erigido, será porque el consenso social está de acuerdo en que sería más un factor de desunión que de reconciliación.
La última mirada del análisis de la iconoclastia es la perspectiva artística. Y tiene que ver con responder la pregunta de ¿Por qué algunas personas destruyen imágenes? ¿Qué es lo que en el fondo motiva estos actos colectivos de violencia contra algo que- al fin y al cabo es un objeto inerte e inofensivo? ¿Cómo podemos pensar la iconoclasia en este mundo contemporáneo tardomoderno? Preguntas que David Freedberg intenta responder en sus libros «El Poder de las imágenes» e «Iconoclasia»[1] y que plantea preliminarmente que “nunca se podría comprender plenamente el poder de las imágenes a menos que entendiéramos por qué provocan tal resistencia, antipatía y miedo”[2]. Sin duda hay complejas razones, pero nos circunscribiremos a la iconoclasia colectiva en el espacio público, articulándola con las pulsiones por destruir, eliminar, alterar o suprimir los monumentos portadoras de una carga simbólica y de edificios patrimoniales de uso público y las implicancias que pudieran desprenderse de estos actos.
Como afirma J.M. Durán, la destrucción voluntaria y sistemática, es decir, no simplemente casual, de la obra de arte, el monumento o los bienes inmuebles se encuentra en evidente contradicción con la idea de que existe un patrimonio o herencia cultural que se ha de conservar[3]. La pregunta irresistible es si en tiempos de anorexia cultural, ¿son las circunstancias sociales, políticas o ideológicas del momento las que determinan lo que debe ser digno de ser conservado? ¿Son ellos los nuevos curadores del espacio público y que definen y entienden qué es o no patrimonio cultural?
Al parecer los episodios iconoclastas se suceden de un modo exponencial en la sociedad mundial. Inauguramos el siglo XXI por parte del Talibán, que instigados por el Mullah Omán, destruyeron, en marzo de 2001, los enormes Budas excavados en Bamiyán, Afganistán. El evidente argumento era la reivindicación cultural de lo propio está en la negación cultural de lo otro, considerado un enemigo. Le seguirán los atentados del 11 de septiembre de 2001, con el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono, símbolos del poder económico y militar de los EE.UU. respectivamente. Ya despertó diversas opiniones en el mundo intelectual:
El imaginario que se desprende del acto de destrucción puede resultar incluso fascinante. En 2001, ante los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, el escritor estadounidense Jonathan Franzen caracterizó a los perpetradores de aquel ataque como «artistas de la muerte» y sostuvo que debían haber gozado con la «terrible belleza de su acto». El compositor alemán Karlheinz Stockhausen fue más allá y sostuvo que lo que había ocurrido en aquel 11 de septiembre era «la mayor obra de arte de todos los tiempos». Aunque, claro está, aquellos derrumbes no fueron puramente «visuales»; sobre todo, sepultaron vidas. De ahí que el también compositor György Ligeti afirmara que si su colega realmente había dicho eso probablemente habría que encerrarlo en un manicomio[4].
Muchos episodios sacudieron a la opinión pública, por todo el mundo, con atentados y destrucción de monumentos que exaltaban a diversos personajes de la historia, que habían sido forjadores de la nación, líderes espirituales o también edificios de fuerte carácter simbólico. Los EE.UU. y Chile fueron los últimos en recibir los embates de la furia iconoclasta refundacional.
Entonces ¿cuáles serían las implicancias teóricas y estéticas de la relación entre iconoclasia y conflicto?
La primera implicancia es que los impulsos deliberados y no espontáneos de destrucción de los símbolos que dan identidad y cohesión social a una nación, son para certificar el fin del antiguo orden y atestiguar, por otro el ascenso del orden nuevo que se quiere instaurar. La imposición totalitaria refundacional se ancla en el convencimiento fanático y también psicopatológico de radicalizaciones egocentradas que coaccionan y amedrentan a la población, conjuntamente que validan moralmente sus posturas extremas mediante la estrategia de la victimización.
La segunda implicancia se deriva del deseo de castigar a una imagen o un edificio como si fuera un ser viviente. Al mutilar, rayar o derribar una estatua, o al quemar o vandalizar un edificio patrimonial simbólico –una iglesia como símbolo del poder religiosos, o una universidad como símbolo del poder burgués-, se le está haciendo un ajuste de cuentas por lo que sus instituciones hicieron o debieron hacer. Aquí se incluyen todo tipo de reivindicaciones postcoloniales e históricas, una reescritura de una narrativa por parte de los vencidos.
La tercera implicancia entre iconoclasia y conflicto tiene que ver con la persistencia de la destrucción de imágenes y símbolos a través de toda la historia de la humanidad y cómo ésta también se ancla en la historia de la modernidad, demostrándonos que estas actitudes tienen la piel muy dura, que prácticamente nacieron con el hombre y van a morir con él. Reconocer esa tensión constante entre civilización y barbarie, tan difícil de erradicar, nos debiese alertar a anticipar acciones y no precipitarlas.
Una cuarta implicancia, y a nuestro parecer, extremadamente grave, tiene que ver con las formas en que la estética contemporánea ha adoptado una visión positiva de los actos de destrucción como una faceta más de la creatividad artística. El mundo del arte y de la crítica ha permanecido en un cómplice silencio o una adiaforia –indiferencia hacia la vida-, frente a la destrucción e ira iconoclasta que ha sacudido a nuestro país en los dos últimos años, ya sea naturalizando el estado de cosas, ya sea justificando como legítimas los modos de reivindicación de los denominados “excluidos”, o analizando desde la fría y aséptica mirada teórica los impulsos destructivos y disolventes de quienes perpetran estos hechos. Junto a ellos se alimenta y crece un autoritarismo de corte totalitario que apela a la pureza y por otro, los amantes del arte se convierten en destructores del arte o al menos en sus cómplices pasivos: “amamos el arte y lo odiamos a la vez; lo apreciamos y nos infunde temor, somos conscientes de sus poderes”[5].
La última implicancia es la relación concomitante entre censura e iconoclasia, libertad e integrismo, política y estética, ignorancia y soberbia, odio y miedo, reivindicación y memoria. Estas complejas conexiones nos permiten ver el problema más allá de un fenómeno de un severo trastorno de la personalidad o de un mero comportamiento de masas irreflexivas, de quienes se ven implicados en esas manifestaciones. Es fundamental un entendimiento más profundo sobre las causas que generan dicha hostilidad y de la apatía de muchos de sus observadores.
Por ello, la desmesura del comportamiento que lleva a realizar ataques tan feroces y hostiles contra los monumentos debe ser objeto de la más profunda atención por parte de los observadores y analistas de la sociedad y de la cultura, pues evocar razones simples a problemas complejos puede ser un error caro a los bienes que atesora una nación. Lo advertimos, porque la historia es rica en ejemplos lamentables de cómo un periodo de censura precedió a una furia iconoclasta que luego se desbordó hacia ajusticiamientos de personas vivas que representaban lo mismo que se le imputaba a las imágenes y edificios.
Las fronteras tienden a desdibujarse y la deshonra tributada a la imagen, se puede traspasar al prototipo, es decir, a seres vivientes que encarnan ese mismo coeficiente simbólico. Por todo ello, las motivaciones más claras de la iconoclasia parecen ser de orden político: “El objetivo consiste en eliminar todo aquello que simboliza o representa el orden antiguo y, normalmente, represivo, el orden que se desea sustituir por otro nuevo y mejor. Eliminar los vestigios de un pasado negativo. Suprimir las imágenes de un orden repudiado o de uno autoritario y odiado significa hacer tabla rasa e inaugurar la promesa de la utopía”[6]. En todo caso, las motivaciones políticas es uno de los tipos de iconoclasia más antiguos, pero también el más vigente. No obstante: Cuando examinamos las formas que adopta la destrucción y la violencia de que son objeto las imágenes, o cuando asistimos, por ejemplo, a la quema de efigies burdas y satíricas, vuelven a salir a la superficie los aspectos psicológicos de la cuestión, y el acto político se combina con el idiosincrásico y neurótico. Siempre es posible alegar –como tienden a hacer los historiadores puramente empíricos cuando consideran las circunstancias de cada acontecimiento- que la iconoclasia nunca va más allá de la retirada de los símbolos de un orden que inspira odio. ¿Nunca va más allá? (…) Observar ilustraciones de ataques concretos a imágenes o escuchar el testimonio de participantes en movimientos iconoclastas o el testimonio de personas que han perpetrado actos iconoclastas aislados, es una base más que suficiente para justificar esa posibilidad.
Otro elemento que no podemos dejar de ignorar es que todos los iconoclastas son perfectamente conscientes de la publicidad que provocará su acto. En la plaza Baquedano los grupos de anarquistas organizados que hostigaban en forma sostenida el monumento al general Baquedano y al soldado desconocido, conocían cabalmente el valor estratégico, histórico, cultural y simbólico de la obra que atacaban sin cesar y del lugar donde éste se emplazaba. La Plaza Baquedano se ha configurado en un símbolo de encuentro y de unión de dos Chiles que se unen. Es más centro y origen simbólico de Santiago en la actualidad que lo que lo es la Plaza de Armas. Hoy se ha resemantizado el lugar como la Zona Cero, desde constituirse en el espacio simbólico del corazón de las demandas ciudadanas, que popularmente la rebautizó como Plaza de la Dignidad, hasta ser el centro y origen de la revuelta anarquista, donde viernes a viernes debimos soportar su desmesura y vandalismo reivindicacionista que, como una onda expansiva, arrasa de modo análogo a un intenso impulso de hiperpresurización creado al detonar un explosivo de alto poder, destruyendo aceras, señalética, mobiliario urbano y fachadas, cuando no comercio o edificios patrimoniales. Estas acciones obviamente constituyen una extensión activista de sus ansias egocéntricas de publicidad, aun cuando sus encapuchados autores actúen en el anonimato, pero es el hecho lo que vindican. Atacar una obra reconocida en un emplazamiento simbólico de alto significado expresa la inmediata notoriedad del grupo que se lo adjudica, sobre todo por la intensificación de los aspectos totémicos y fetichistas que pudiesen incrementar el valor simbólico del monumento en cuestión. Las causas esgrimidas pueden tener unos efectos aún más duraderos que el hecho concreto de volcar una estatua, sobre todo si van publicitadas en los medios de información y las redes sociales, multiplicando el impacto mediático del hecho. La publicidad para la causa se convierte así en un móvil irrenunciable por el alto impacto que puedan generar sus motivaciones políticas.
Dicho esto, y para concluir, no debemos olvidar el aspecto de la psique individual, que muchas veces queda sumergido y olvidado en la psique del colectivo. Pero ¿quién puede dimensionar los resentimientos, frustraciones y decepciones personales que se ocultan tras estas acciones y que en estos casos, se transforman en odio hacia el éxito de otros o hacia la institucionalidad o modelo económico que ellos sindican como “supuesto” culpable? Así, ataques organizados que nada tienen de espontáneos; la publicidad que reporta para la causa el ser cubierto por la prensa de diferentes medios, colaborando consciente o inconscientemente a generar miedo o terror en la población; la ferocidad, frustración y rabia hacia el gobernante y el modelo político-económico y social que encarna, redirigido a los símbolos que representan al prototipo viviente y finalmente; la expresión orgiástica de los resentimientos y patologías individuales, forman unidos un peligroso cóctel que ve en el patrimonio la personificación sintética de todo lo que ellos detestan.
Una práctica tan nefasta como extendida es destruir el patrimonio a nombre de ciertas visiones integristas, mesiánicas y puritanas, que conlleva la lamentable consecuencia de perder memoria. Cuando estos monumentos desaparecen, le estamos cortando senderos a la humanidad, como fuentes de comprensión de nuestro pasado, de nuestra identidad, de nuestras remembranzas. Cortar o demoler ese lazo con el pasado deja a una sociedad entera transitando entre la in-comprensibilidad y la in-significancia; disminuye el espesor de nuestro inconsciente colectivo y al borrarle sus hechos genuinos y memorables, deja a las generaciones futuras indemnes para ser inoculados con todo tipo de ideologías colonizadoras y nefastas. Como dice Javier Marías: “Pero como el adanista ha hecho todo lo posible por no enterarse, por desconocer cuanto ha habido antes de su trascendental “advenimiento” –por ser un ignorante, en suma, y a mucha honra–, se pasa la vida creyendo que «inaugura» todo: aburriendo a los de más edad y deslumbrando a los más idiotas e ignaros de la suya”[7].